Comentario
CAPÍTULO XI
Hieren los españoles un indio espía y la queja que sobre ello tuvieron los curacas
El cacique Guachoya no respondió cosa alguna a todo lo que el capitán general Anilco le dijo, antes en el semblante del rostro mostró quedar corrido y avergonzado de haber movido la plática (que muchas veces suele acaecer quedar afrentado el que pretende afrentar a otro), por lo cual el gobernador y los que con él estaban infirieron que era verdad lo que Anilco había dicho y allí adelante lo tuvieron en más.
El general Luis de Moscoso, habiendo considerado que la enemistad de los caciques, si la dejase pasar adelante, redundaría en daño y perjuicio suyo, porque haciéndose ellos guerra no acudirían con la provisión de las cosas necesarias para hacer los bergantines, les dijo que, pues igualmente ambos eran sus amigos, no sería razón que entre sí fuesen enemigos, porque no sabrían los castellanos a cuál de ellos acudir a hacer amistad. Por tanto les rogaba que, olvidada toda enemistad que entre ellos hubiese habido, fuesen amigos.
Los curacas respondieron que holgaban obedecer a su señoría y le prometían no hablar más en aquel caso; empero el gobernador, no fiando en las promesas que Guachoya había hecho de su amistad, temió no tuviese alguna celada en el camino para cuando Anilco se fuese a su casa y se vengase de él. Por lo cual, cuatro días después de lo que hemos dicho, que Anilco se quiso ir, mandó le acompañasen treinta caballeros hasta ponerlo en seguro. Aunque Anilco lo rehusaba, y mostraba tener tan poco temor a su contrario que decía no haber menester los caballos, y aunque entonces los llevó por obedecer al gobernador, otras muchas veces fue y vino a su casa con no más de diez o doce indios de compañía, por dar a entender a los españoles que temía poco o nada a sus contrarios.
Entretanto que estas cosas pasaban en el real de los castellanos, el curaca Quigualtanqui y sus conjurados no cesaban en su mala intención, antes con ella de día y de noche con presentes y recaudos fingidos enviaban muchos mensajeros, los cuales, después de haberlos dado, andaban por todo el alojamiento de los españoles en son de amigos, mirando con atención cómo se velaban los cristianos de noche, y de qué manera tenían las armas, y a qué recaudo estaban los caballos, para aprovecharse en su traición de cualquier descuido que los nuestros pudiesen tener. Y no aprovechaba cosa alguna que el gobernador les hubiese mandado muchas veces que no viniesen de noche, antes lo hacían peor, porque les parecía que, siendo amigos, como se fingían, tenían libertad para todo aquello.
De lo cual desdeñado Gonzalo Silvestre, de quien otras veces hemos hecho mención, el cual como los demás españoles había estado enfermo y llegado muchas veces a lo último de la vida, viéndose ya convaleciente y siendo una noche centinela y guarda de una de las puertas del pueblo, velando el cuarto de la modorra, a punto de la media noche, con una luna clara que hacía, vio venir dos indios con grandes plumajes en las cabezas y sus arcos y flechas en las manos. Los cuales, habiendo pasado el foso de agua por un árbol caído que servía de puente, se fueron derechos a la puerta. Gonzalo Silvestre dijo al compañero que con él velaba, llamado Juan Garrido, natural de Tierra de Burgos: "Aquí vienen dos indios, y al primero que entrase por la puerta pienso dar una cuchillada por la cara porque no se desvergüencen tanto a venir de noche habiendo el gobernador prohibídolo."
El castellano respondió diciendo: "Dejádmela dar a mí, que estoy algo más recio, porque vos estáis muy flaco y debilitado." Gonzalo Silvestre dijo: "Para asombrarles, como quiera que se la dé bastará." Y, diciendo esto, se apercibió para recibir los indios que llegaban cerca, los cuales, viendo la puerta abierta, que era un postigo pequeño, sin pedir licencia ni hablar palabra se entraron por ella como si entraran por su propia casa. Viendo el español la desvergüenza y poco temor que traían, se le dobló el enojo y al primero que entró le dio una cuchillada en la frente, de la cual cayó en el suelo y, apenas hubo caído, cuando se levantó y cobrando su arco y flechas volvió las espaldas huyendo a más no poder. Gonzalo Silvestre, aunque pudo, no quiso matarle por parecerle que para escarmentar los indios bastaba lo hecho. El indio compañero del herido, sintiendo el golpe, sin aguardar a ver qué había sido del compañero, echó a huir y, atinando al árbol que estaba en el foso, pasó por él y llegó donde había dejado la canoa en el Río Grande y, sin esperar al amigo, se metió en ella y pasó el río tocando arma a los suyos.
El indio herido, con la sangre que le caía sobre los ojos o por el miedo que podía llevar no fuesen tras él para acabarlo de matar, se arrojó al agua del foso y lo pasó a nado, e iba dando voces al compañero que estaba ya en su salvo. Los indios que había de la otra parte del río, oyendo las voces del herido, salieron al socorro y lo cobraron y llevaron consigo.
El día siguiente, al salir del sol vinieron cuatro indios principales al gobernador a quejarse en nombre de Quigualtanqui y de todos los caciques sus vecinos y comarcanos de que con tanto agravio y general menosprecio de todos ellos se hubiese violado la paz y amistad que entre ellos tenían hecha, porque decían que el indio herido era de los más principales y más emparentados que entre ellos había, por tanto suplicaba a su señoría, para satisfacción de todos, mandase luego matar públicamente al soldado o capitán que lo hubiese hecho, porque el indio quedaba herido de muerte. A mediodía vinieron otros cuatro indios principales con la misma demanda y dijeron que el indio quedaba muriéndose. A puesta de sol volvieron otros cuatro con la misma queja, diciendo que ya el indio era muerto y que pedían satisfacción de su muerte con la del español que tan injustamente se la había dado.